sábado, 25 de agosto de 2007

El sempiterno mareo...

El pasado miércoles volví a repetir una vez más la travesía entre las Rías Bajas y las Altas, a bordo de un velero de 50 pies y en compañía de dos buenos amigos de la infancia, el hijo de uno de ellos y un convidado de última hora. Con mis amigos solía navegar cuando éramos chavales, sobre todo a bordo de embarcaciones de vela ligera, aunque alguna vez también formaron parte de la tripulación del barco de mi padre, más uno de ellos que el otro. De todas formas hacía tiempo que no navegaban. El chaval se estrenaba en estas lides, y el quinto tripulante, aunque propietario de un velero, también era bastante neófito en cuanto a navegación se refiere. La predicción meteorológica, si no ideal, era la menos mala de la semana, anunciando vientos de proa de entre 15 y 20 nudos y marejada.
Salimos por la Ría Arosana con la mar en calma y un suave viento del nordeste con un día soleado. Pasamos por los estrechos de Aguiño navegando con vela y motor, apagando este en cuanto los dejamos atrás, ciñendo ya con unos 15 nudos de viento del Norte. Hasta aquí todo era perfecto y placentero, no obstante ya habían circulado las pastillas de las que habían hecho acopio en la farmacia antes de zarpar, en previsión del temido mareo.
Es curioso como se piensa en el mareo en cuanto se nombra la palabra navegar, como algo irremediablemente asociado, confiando en que alguno de los múltiples remedios químicos nos evite sufrirlo. Personalmente creo que en buena medida es algo psicológico, pero también es cierto que el organismo necesita de un tiempo para adaptarse al medio, y que unas personas tienen más facilidad que otras.
Remontábamos la costa dando bordadas hasta pasar el cabo de Corrubedo por dentro de sus famosos bajos, mientras el viento fue arreciando levemente hasta los 25 nudos. En las caras se empezaba a borrar el entusiasmo inicial y algunos rociones ya llegaban, tímidamente al principio, hasta la bañera. Para no alargar demasiado el tiempo de la travesía, prevista “a priori” en 15-17 horas, decidí poner en marcha el motor y enrollar el génova, dejando izada la mayor, para poder arrumbar directamente hacia el Cabo Fisterra, visible ya en la distancia.
Al salir cometí el doble error de fiarme del estado del nivel de gasoil anunciado por parte del último que había navegado en el barco, no prestando por tanto demasiada atención al mismo y no lo comprobé personalmente, sólo cuando ya habíamos salido por la bocana, pero el puerto de partida no tenía surtidor, lo que nos obligaría a “perder” bastante tiempo acercándonos a otro puerto donde poder repostar. Dada la predicción meteorológica estimé que tendríamos suficiente y en el peor de los casos podríamos hacer la última parte de la travesía a vela.
Según íbamos ganando latitud norte, la mar se iba encrespando y el viento continuaba arreciando lentamente.
Los primeros en asomarse a la borda fueron padre e hijo.
Las olas hacían su labor, humedeciéndonos casi imperceptiblemente con cada roción, por lo que bajé a enfundarme el traje de aguas antes de estar mojado. El resto de la tripulación no quería ni oír hablar de bajar al camarote, y aunque les subí alguna prenda de abrigo, fue demasiado tarde para ellos, ya estaban empapados.
El viento siguió aumentando y antes de alcanzar Fisterra llegó a puntas de 35 nudos, encañonado desde la Ría de Corcubión.
Nos cruzó la proa una patrullera de la Armada mientras se dirigía en busca de refugio hacia la ensenada de Finisterre, detalle que no pasó desapercibido para la tripulación.
También nosotros, en demanda de cierto amparo del cabo nos pegamos a tierra hasta pasar a menos de cien metros de los acantilados, por dentro del islote del Centolo, lo que nos dio un respiro por lo menos hasta rebasar el Cabo de la Nave, contiguo al de Fisterra.
Desde ahí hasta el siguiente, Cabo Touriñán, la mar y el viento suavizaron su fuerza notablemente, pero aún así otro de mis amigos vació el contenido de su estómago por la borda. Los tres bajaron al camarote a cambiarse de ropa, pero ninguno de ellos volvió a cubierta.
Antes de alcanzar Cabo Vilán, a pesar de que la navegación se había tornado bastante cómoda, observé que el nivel de gasoil había bajado más de lo esperado, sin duda debido al mayor consumo que requería la mar y el viento de proa, por lo que me plantee la posibilidad de entrar en Camariñas a pasar la noche y repostar por la mañana.
El parte anunciaba aún más viento del Norte para el día siguiente, y dado que las condiciones habían mejorado, preferí aprovecharlo y seguir adelante.
Una nueva puesta de sol sobre el mar y la noche, desde mi punto de vista, estuvo agradable, pero en una de estas también el quinto tripulante acabó sufriendo el mal de mar y terminó retirándose a sus aposentos. A pesar de ir navegando a motor, seguía haciendo cerradas bordadas con fin de que la mayor fuese portando y colaborase al avance del barco.
Mi idea era llegar a doblar las Islas Sisargas y a partir de ahí, al abrir el rumbo, desplegar también el génova para navegar sólo a vela de ceñida, a rumbo directo hacia nuestra ría de destino.
Pero a eso de las 03:00 h, a falta de unas cinco millas para doblar las islas, el gasoil se terminó.
El pedazo de luna que me fue amenizando la noche desapareció por el horizonte, dejándonos en una profunda oscuridad.
Mientras desplegaba el génova y daba un bordo hacia el mar, dos de los tripulantes subieron a cubierta, alertados por la ausencia del ruido del motor.
Por la Ley de Murphy, justo en ese momento el viento amainó hasta los doce nudos. Demasiado poco para hacernos remontar la mar formada, pero afortunadamente fue momentáneo, y arreció de nuevo hasta los veinte nudos, permitiéndonos virar y arrumbar de nuevo hacia las islas.
Uno de los estómagos volvió a entrar en erupción, y mi amigo volvió a desaparecer por el tambucho. Tras doblar Sisargas, el quinto tripulante le acompañó.
Volví a quedar solo en cubierta, ciñendo a unos 6-7 nudos a rumbo hacia nuestro destino y la luz del faro de la Torre de Hércules a unas 22 millas por la amura de estribor. Fue uno de los momentos que más disfruté de la travesía. Con la regala a ras de agua mientras el barco avanzaba con potencia cabeceando majestuosamente.
Seguí navegando en estas condiciones durante unas tres horas, hasta que a eso de las seis de la madrugada, a falta de unas cuatro millas para estar al través de Hércules, el viento cesó prácticamente de golpe dejándonos aboyados con las velas dando sacudidas a una banda y la otra.
Con el cambio de condiciones, uno de mis amigos subió de nuevo a cubierta para echarme una mano en el intento de lograr orientar el barco y las velas en busca de algo de viento, pero al cabo de un par de penosas viradas su estómago se volvió a resentir, ahora ya en vacío, y bajó nuevamente a su litera.
Seis horas para recorrer cinco millas en una desalentadora lucha por aprovechar las ligeras ráfagas de viento que aparecían y desaparecían.
Los partes meteorológicos por el VHF anunciaban viento del NE de fuerza 4-5 para la zona, pero bajo la influencia de Murphy teníamos Estesudeste fuerza 0-1, justo de la dirección a la que debíamos ir. Es uno de esos momentos en los que acabas blasfemando contra Eolo y el mismísimo Neptuno, al límite de la paciencia y el cansancio.
Afortunadamente la mar se fue amansando, con lo que con alguna brisa conseguía tener cierta presión en las velas.
Aproveché para baldear los restos que la tripulación había ido dejando por la cubierta, a ambas bandas de la bañera en sus desesperados intentos por alcanzar la borda. Arranché un poco el barco y me preparé un buen desayuno, antes de armarme de paciencia y volver al timón para hacer andar lo más posible al barco.
A las once de la mañana, el panorama era descorazonador, avanzando a un escaso nudo de velocidad, así que decidí llamar a un amigo para que con su barco nos acercase un bidón de gasoil, dado que nos encontrábamos a poco más de ocho millas del puerto de Sada.
Una hora más tarde llegó una suave pero constante brisa del norte que nos permitía navegar a rumbo a unos tres o cuatro nudos, y muy poco después apareció el barco que nos traía el gasoil.
Vaciamos el bidón en el depósito, y mientras cebaba el motor para arrancarlo ya estábamos navegando a un largo por las tranquilas aguas de la Ría de Sada.
Finalmente arrancamos el motor, fuimos recogiendo velas y preparando la maniobra de atraque al tiempo que doblábamos el espigón para entrar en el puerto, tras 24 h. de una travesía que podía haber durado 15 h.
Una vez ya en los pantalanes, si hubiese preguntado a mis tripulantes qué les había parecido la travesía, seguramente casi todos estarían de acuerdo en definirla con una sola palabra, “mareo”. Algo que no se suele mencionar en las idílicas revistas de náutica al hablar de las estupendas navegaciones estivales. ;-)

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